lunes, 21 de abril de 2014

ABAD



Un ABAD del latín abbas, y éste del arameo abbā, "Padre", enlazando su  significado original con la paternidad de Cristo es el título dado al superior de una abadía o monasterio de doce o más monjes.

El término tiene su origen en los monasterios de Siria. El título de abad fue utilizado por primera vez en Europa por San Benito. Inicialmente, no implicaba autoridad alguna sobre la comunidad religiosa, sino que se empleaba como un título de honor y respeto hacia cualquier monje de edad avanzada o santidad eminente. Al hacerse común el uso de este título en Occidente, se generalizó su uso para designar al superior de la comunidad, responsable de la administración temporal y espiritual del monasterio, que pasó a llamarse abadía. Con la aplicación generalizada de la Regla de San Benito hacia finales del Siglo V, se configura como institución jurídica eclesiástica, generalmente de carácter vitalicio. Sus insignias o distintivos, al igual que un obispo, son la cruz pectoral, el báculo, el anillo y la mitra.

También recibe el título de ABAD, pero con carácter únicamente honorífico, el presbítero elegido para presidir un cabildo catedralicio.

Los abades, como superiores de los monjes, no fueron conocidos hasta el cuarto siglo de la iglesia, en que las personas que se retiraban del mundo eligieron con este nombre jefes que las gobernasen, tomándolos más bien de entre los legos que de los clérigos, porque al principio no eran los monjes sino personas seculares que se ejercitaban en la oración y en el trabajo manual. Con el trascurso del tiempo, no sólo no se contentaron los abades con el simple sacerdocio, sino que lograron constituirse en dignitarios o prelados eclesiásticos, con exención de la potestad de los obispos, con jurisdicción pastoral y contenciosa sobre sus súbditos y monasterios, con facultad de llevar insignias pontificales, consagrar vasos, altares e iglesias, bendecir al pueblo, sentarse en los concilios después de los obispos, conferir órdenes menores y en fin con otras prerrogativas, de cuyo exceso se quejó san Bernardo y que se reclamaron en España por los padres del concilio de León en el año de 1012, y por los de Coyanza en 1050.

Aunque los monjes al principio eran pobres, puesto que no vivían sino del trabajo de sus manos, movidos luego los cristianos todos de la fama de su santidad y aun de la fuerza de sus hábiles sugestiones, se apresuraron a enriquecer los monasterios con ofrendas, donaciones, herencias y legados y los príncipes mismos llevaron su liberalidad hasta el extremo de concederles feudos y regalías. Esta acumulación extraordinaria de bienes en manos de personas que hacían voto de pobreza, al mismo tiempo que el Estado se hallaba sin recursos para atender a sus necesidades, no pudo menos de llamar la atención de los reyes, quienes viéndose en la imposibilidad de sostener los gastos de las guerras en que estaban empeñados, tuvieron y ejecutaron la idea de dar en encomienda a los señores y caudillos militares algunas abadías con cuyas rentas pudiesen proveer y estipendiar las tropas. Puestos los magnates al frente de los monasterios por concesión de los reyes o por otros medios que les sugería y facilitaba su prepotencia, no dudaron en usar el nombre de abades, como que efectivamente lo eran, puesto que tenían a su cargo el gobierno y cuidado de las personas y cosas de estos establecimientos y para comprender en su título con una sola palabra las dignidades que tenían en el siglo, se solían llamar abacondes o abicondes.

No sólo gozaban éstos de las abadías durante su vida, sino que las trasmitían por muerte a sus herederos y como unos y otros casi no cuidaban de otra cosa que de recoger las rentas, contentándose con nombrar en las iglesias abaciales algunos presbíteros para la administración espiritual, se relajó en tal manera la disciplina monástica que los obispos no cesaron de clamar por remedios, hasta que en las Cortes de Alcalá de 1548, don Enrique II en Burgos año 1373, y don Juan I en Guadalajara año 1390 leyes 2 y 3, tit. 17, libo. 1, Nov. Recopilación, mandaron que los hijosdalgo, ricos hombres y demás personas legas no pudiesen tener encomiendas en los abadengos y monasterios, y que los tenedores las dejasen desde luego, sin que pudiese aprovecharles fuero, uso, costumbre, privilegio, carta ni merced que tuviesen o les fuere dada en adelante. Cesaron pues los abades comendatarios seglares; bien que subsistieron todavía en Vizcaya en virtud de sus fueros.

Además de los abades comendatarios, hay otros abades seculares que tienen distinto origen. De acuerdo a Gaspar Melchor de Jovellanos, cuando la nobleza no conocía más profesión que la de las armas ni otra riqueza que los acostamientos, el botín y los galardones ganados en la guerra, los nobles inhábiles para la milicia estaban condenados al celibato y la pobreza, y arrastraban por consiguiente a la misma suerte una igual porción de doncellas de su clase. Para asegurar la subsistencia de estas víctimas de la política, se fundó una increíble muchedumbre de monasterios que llamaron dúplices porque acogían a los individuos de ambos sexos, y de herederos, porque estaban en la propiedad y sucesión de las familias y no sólo se heredaban, sino que se partían, vendían, cambiaban, traspasaban por contrato o testamento de unas en otras. Llenábalos más bien la necesidad que la vocación religiosa, y eran antes un refugio de la miseria, que de la devoción: hasta que al fin la relajación de su disciplina los hizo desaparecer, y sus edificios y bienes se fueron incorporando y refundiendo en las iglesias y los monasterios libres llamados mayores cuya floreciente observancia era entonces un vivo argumento contra los vicios de aquella institución. Una de las condiciones estipuladas bajo las cuales estos bienes se incorporaban a un monasterio mayor era que el abad o abadesa había de ser de la parentela del poseedor o patrono del suprimido. Otros monasterios dúplices se secularizaron y sus patronos, aun siendo legos y casados, continuaron llamándose abades, como el abad de Vivanco, el de Rosales y otros. Véase el informe del ministro Jovellanos en el expediente de ley agraria.

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